En un mundo donde todo avanza a la velocidad de la luz, a menudo nos encontramos desconectados de nuestras emociones. Nos sentimos presionados a mostrar una fachada de felicidad constante, evitando el dolor a toda costa. Pero esta evasión tiene un precio alto.
Reprimir emociones como el enfado, la tristeza o la ira puede generar una acumulación peligrosa de sentimientos reprimidos que, tarde o temprano, estallan en forma de ansiedad. De repente, nos encontramos preguntándonos cómo es posible sentir tanta angustia cuando «aparentemente» todo está bien.
Este conflicto surge porque hemos pasado demasiado tiempo en situaciones estresantes sin permitirnos procesar nuestras emociones de manera saludable. Hemos aprendido a hacer lo que se espera de nosotros mientras desconectamos el interruptor de nuestros verdaderos sentimientos. Intentamos volver a la «normalidad» después de un duelo, un divorcio, una pérdida o una enfermedad, anestesiando el dolor en lugar de enfrentarlo.
Pero esta estrategia de «pan para hoy y hambre para mañana» nos deja cargados con una mochila emocional que tarde o temprano no podremos seguir soportando. La clave para una vida equilibrada es cuidar nuestras emociones con la misma dedicación con la que cuidamos nuestro cuerpo. Las consecuencias de ignorar nuestras emociones se manifestarán en nuestra vida, afectando nuestro bienestar general.
Vivimos en una sociedad que valoriza la apariencia externa. Salones de belleza y centros de estética están por todas partes, pero el cuidado emocional aún se percibe como una señal de debilidad. Cuidar de nuestras emociones no es un signo de defectos, sino de fuerza. La verdadera belleza nace del interior.
Así como vamos al médico, comemos bien y hacemos ejercicio para cuidar nuestro cuerpo, debemos dar espacio a nuestras emociones. La mejor prevención contra el desequilibrio emocional es permitirnos sentir y expresar lo que realmente sentimos.
No es malo enfadarse. No es malo estar triste. Lo que realmente nos perjudica es ocultar nuestra ira con una sonrisa falsa o tratar de estar felices cuando estamos tristes.
Démonos permiso para sentir y expresar nuestras emociones. Dejemos que los demás también lo hagan sin tratar de salvarlos rápidamente. Esto no solo nos libera a nosotros, sino también a ellos.
Enseñemos a los niños a estar en contacto con sus emociones de manera saludable, para que crezcan siendo adultos emocionalmente equilibrados. No seremos más felices ignorando la tristeza o reprimiendo la ira. Solo nos convertiremos en personas cada vez más desconectadas de nuestras emociones, buscando anestesiar nuestro dolor con adicciones y comportamientos compulsivos.
El malestar que no escuchamos tiene un costo en nuestras vidas, aunque no siempre seamos conscientes de ello. ¿Sabes cuál es el costo en tu vida?
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